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Roger Moore, el James Bond de la Generación X

Roger Moore

En alguna de sus últimas películas como James Bond, ya cerca de los 60 años, Roger Moore afirmaba con cierta retranca que algunas de las chicas con las que se liaba por motivos de guión podían ser su hijas... y hasta sus nietas. Hasta en la cuesta abajo de su carrera fue capaz de reírse de si mismo, una costumbre que transmitieron los siete films en los que se metió en la piel del más famoso agente secreto. Un tono autoparódico que los más puristas jamás le perdonaron, pero que para toda una generación que crecimos con sus películas supuso la entrada en un mundo cinematográfico tan artificial como fascinante, tan ingenuo como divertido. 

Roger Moore como James Bond en La Espía que Me Amó
Roger Moore como James Bond en La Espía que Me Amó

En aquellos inolvidables cines de barrio del Madrid de la transición (Usera, Becquer, Copacabana, Salaberry) Roger Moore y su 007 fueron auténticas estrellas. En programas dobles maratonianos (como lo oís, dos películas por el precio de una) mis padres nos llevaban a mis hermanos y a mí con el objetivo de que estuviéramos cuatro horas calladitos y sin hacer el cabra. Y vaya si lo consiguieron. De ahí surgió mi amor por el cine. Y por James Bond. En aquellas interminables sesiones, la primera película solía ser algún spaghetti western (con Bud Spencer y Terence Hill como protagonistas en bastantes ocasiones) y el agente 007 se reservaba, no pocas veces, el segundo pase. Por supuesto Roger Moore fue para todos los chavales de aquella época el auténtico James Bond. No para mi madre, para quien, por supuesto, como Connery, ninguno. Ya que Roger Moore no era -según sus palabras- sino El Santo haciendo de 007. Cosas de las generaciones...

Estábamos en plena Guerra Fría, Sean Connery había dejado el listón muy alto con el personaje, sin contar el fugaz paso de George Lazenby, y la productora EON buscaba darle un giro a la serie. Por eso se fijo en este actor británico, que ya había interpretado a un personaje muy similar en la exitosa serie de TV El Santo (la que le gustaba a mi madre), a pesar de que no era precisamente un jovencito (había cumplido 45). Los guionistas y el propio Moore modelaron un James Bond más divertido y satírico, casi más preocupado de dar con la frase o chiste ingenioso en el momento adecuado que de exhibir sus dotes físicas, algo que ya se hizo evidente desde su primer film, Vive y Deja Morir (con la inolvidable canción de Paul McCartney). De hecho, Moore odiaba las armas y la violencia. Todas las escenas de acción eran interpretadas por dobles, y se las tuvo con los directores cada vez que tenía que sujetar un arma o hacer que disparaba. Todo por culpa de un accidente que sufrió haciendo el servicio militar y que casi le cuesta una mano. Sus proyectiles más certeros provenían de su sarcasmo y su ironía, a las que acompañaba con un entrenado arqueamiento de ceja. Casi diría que el mayor mérito de Roger Moore fue no tomarse nunca en serio a su personaje, ni tampoco las asombrosas situaciones a las que se enfrentaba. Vamos, la antítesis de Timothy Dalton (su atormentado sucesor) y Daniel Craig.

En una época en la que no era imprescindible poseer un cuerpo cincelado para triunfar en el cine de acción, Moore se las arregló para hacer suyo el personaje, y resultar simpático y guasón, eficiente y elegante, y por supuesto irresistible para las mujeres, con las que componía escenas propias de una sitcom, que se saldaban con pudorosos besos y unos segundos de la pareja (en ropa interior) en la cama. Clasificado 100% para todos los públicos.

Abandonó incluso el clásico martini con vodka para beber bourbon, y fumaba puros como si no hubiera un mañana. Según avanzó la serie con él como protagonista, las películas se fueron haciendo más fantásticas y alucinógenas (que no alucinantes), hasta llegar a la (casi disparatada) odisea espacial de Moonraker, que como en el film anterior contó con un sicario a la medida del Bond de Moore, el impagable Tiburón con aquella mandíbula de acero. Para más inri, Tiburon acaba haciéndose colega de Bond y conoce el amor con una jovencita diminuta con aparato en los dientes. Así era esta etapa de James Bond, puro cachondeo.

Y mientras, nosotros encantados de ser transportados a esas historias imposibles y absurdas, inmersos en una inocencia que también nos llevaba, a través de la gran pantalla, a galaxias lejanas y a descubrir exóticos tesoros arqueológicos.  Ese descarado aire familiar y entretenido, que exigía la absoluta complicidad del espectador, no impidió que asistiéramos con Roger Moore a alguno de los mejores films de la saga, como fue El Hombre de la Pistola de Oro, con Christopher Lee como sensacional villano. La siguiente entrega, La Espía que Me Amó, fue un bombazo en taquilla, y hasta tuvo tres nominaciones al Oscar en 1977. El éxito de la serie se mantuvo con Moore al frente en las tres siguientes películas - la mencionada Moonraker, Solo Para Sus Ojos y Octopussy- y tuvo un final algo más tibio con Panorama para Matar, a pesar de los esfuerzos de actores tan dispares como Christopher Walken o Grace Jones y el pegadizo tema de Duran Duran. Pero Moore ya estaba demasiado mayor para el personaje, y eso se notó más de lo deseado, para tristeza de todos aquellos que le creímos eterno.

Después de su etapa como Bond, Roger Moore siguió apareciendo en algunos films, en su mayoría comedias, hasta completar casi 60 en el total de su carrera. Además, fue un activo embajador de UNICEF, una tarea que siempre consideró su obra más importante. Jamás entró -ni entrará- en ninguna quiniela cuando se han abierto los debates sobre quién ha sido el mejor James Bond (de hecho él consideraba a Daniel Craig el número 1), ni el mismo se habría postulado jamás como tal. Ni siquiera puede ser considerado un gran actor, aunque tampoco comparto, ni mucho menos, los exagerados palos que se ha llevado él y su particular Bond. Pero para todos los que, como yo, disfrutamos con su entrañable, vacilona y no poco meritoria composición del agente secreto con licencia para matar, tendrá siempre un imborrable hueco en nuestros corazones.

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