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Los juegos no son arte, pero casi

Óscar Díaz

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La música y la pintura son parte de la humanidad desde hace más de 20.000 años. Les costó despegar, según parece, pero ahora podemos hablar de arte sin el menor rubor. Incluso hay cuadros pintados por monos y niños de cuna, con los que se la han colado a críticos respetados.

El cine, por su lado, nos acompaña desde hace más de un siglo. Parece mentira, pero los Lumiere llevan muchos años sin ver en lo que se convirtió su primitiva forma de contar historias. Cuando yo era pequeño, se hablaba de séptimo arte, pero creo que ya se oficializó el título hace mucho.

Podríamos decir que los videojuegos comenzaron su andadura como tales en la década de 1970. Incluso antes, para ser justos con las pinturas rupestres y los golpes de huesos contra molleras. Sin embargo, no hace ni 20 años que existen medios como para hablar seriamente de formas de arte plasmadas en formato digital. Más allá de alguna performance, el hecho de mirar una pantalla y reconocer un dibujo de Royo, Azpiri, Picasso, Escher o Leonardo y que se mueva, tardó algunas décadas en hacerse realidad. Ojo, que no hablo de miles ni cientos de años.

Los videojuegos son un campo que ha bebido de fuentes anteriores. Diseñadores, músicos, matemáticos, físicos… la mezcla interdisciplinar es tan variopinta que nadie se habría imaginado el resultado sin contarle antes lo que es un ordenador. Lo más parecido que se me ocurre ahora es una enciclopedia, pero no me parece buen ejemplo porque sólo tiene una vida.

Aunque el mundo se nos hace cada vez más pequeño, vivimos un tiempo de posibilidades virtualmente infinitas, donde las disciplinas se confunden y el intrusismo no da tregua. Doy fe de ello. Así que quizá sea buena idea hablar del arte como en la época de la Ilustración, porque estamos ante un renacer, donde cada parcelita del conocimiento intenta salir del oscurantismo a que le relegaba la ausencia de comunicación. Internet, como vínculo de unión y herramienta para compartir conocimientos, bien podría considerarse como el catalizador que ha permitido ese primer paso. Ahora sólo queda ver qué viene después.

Pero como sucede con cualquier elemento que llega a una sociedad con poder para pagar por ello, el negocio suele eclipsar otros aspectos más artísticos. He ahí la discusión entre si los videojuegos son un negocio en auge, una forma de arte o un desequilibrio permanente entre costes de producción, trabajo invertido, conocimientos e inspiración necesarios para sacarlos adelante. A mi me gusta pensar que es necesario mucho de genialidad, pero eso suele convertirse directamente en dinero, así que la idea me hunde en la miseria nada más venir a mi mente.

Sin embargo, este tocho iba a tratar de alguien concreto y de lo que afirma con total convicción. Mi historia de hoy se gesta en torno a un crítico norteamericano que se atreve con todo, no sólo con el cine que lleva toda la vida poniendo en su sitio, según él. Se llama Robert Ebert y, cuando parece que va a pedir perdón, suele saltar con una crítica más dura sobre su anterior trabajo. Hay quien dirá que está enfermo y no tiene remedio, pero yo prefiero considerarle todo un crack en su terreno. A sus 68 años sigue en pie de guerra y no da lugar a tregua.

Que hable de videojuegos no tiene por qué resultar extraño, es un tema de moda, incluso en los medios más serios, refinados y añejos que sólo hablan de cuentas de resultados y stock options. El señor Ebert lleva algún tiempo escribiendo y charlando sobre nuestro tema favorito, así que ya tengo motivo para contar lo que opino de sus críticas. En cine, lo critica todo, sin importar el género, y es todo un juzgador profesional. Escribe libros y vive de vender su parecer. Quizá esté buscando otros campos para su negocio y de ahí la repentina obsesión por los juegos. Pero eso no impide que muchos queramos saber qué piensa de tal o cual asunto. O, quizá, lo que dice que opina de ello, porque cuando hay dinero por medio… nunca se puede estar seguro de lo que se dice por motivos personales o profesionales. La noticia, para algunos, es que muchos han vuelto a saber de Roger y otros le han descubierto muchos años después de que se hiciera famoso en su país.

Ebert dice que los videojuegos no son arte porque su nivel es realmente bajo como obras globales. Que no le transmiten lo que son capaces de lograr los músicos buenos o las obras de pintores normalitos. Sin embargo, en sus artículos pone como ejemplos títulos indi como Braid o Flower. Hechos con pocos recursos o con una idea recurrente que queda muy bien en su contexto, aunque realmente no tienen intención de quedar para la posteridad y competir en el Louvre o, siquiera, dentro del Guggenheim o Reina Sofía.

Los juegos no son arte, pero casi

¿Forman arte las piezas artísticas cuando van en el mismo paquete? ¿Lo es el cine? La discusión queda anulada en cuanto nos preguntamos si una textura original, que puede competir con cualquier lámina de las buenas, es arte o si una melodía para un juego lo es... incluso si el modelado de un edificio con bases arquitectónicas o el del protagonista lo son. Creo que por aquí deberían ir los tiros, por las piezas que componen un juego y no por el conjunto que se monta casi siempre con prisas, quizá por motivos de marketing.

El arte, para mí, implica una valoración sobre la obra, una opinión. Pero si sólo hiciera falta eso, creo que mi enfoque sería totalmente equivocado. Sin embargo, no creo que el señor Ebert comparta mi parecer. Lo que sí tengo claro es que, algún día, cuando hacer un juego completo sólo necesite inspiración y maestría, que se pueda plasmar la intención con la misma facilidad con que se pinta un cuadro, se compone una melodía o se toca posteriormente, será indiscutible que los juegos son arte. Eso sí, dudo que todos puedan aspirar a ello, porque para que algunos puedan dedicarse a crear por el mero hecho de satisfacer los sentidos del resto del mundo, habrá muchos quien viva de ello. Esto me trae a la memoria el por qué Miguel Angel pintó la Capilla Sixtina. Está claro que lo hizo porque era muy devoto, no por dinero, fama y presiones de sus mecenas, claro. Es más, hay otra referencia que me da algo de miedo, ¿será Peter Molineux considerado un artista? ¿Miyamoto? ¿Itagaki? No sé… espero que no, pero sus nietos, quizá sí.

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