Crítica de La Casa de las Flores, serie de Netflix con Paco León

Manolo Caro comanda el proyecto con el que Netflix pretende seguir enriqueciendo su plataforma con contenidos aptos para la ingente variedad de gustos que albergan sus espectadores. Esta vez lo hace con una telenovela que, mal que pese a veces la categorización por los estigmas que conlleva, pretende renovar las viejas fórmulas que tantos éxitos han cosechado al género en Sudamérica y, por qué no, también en nuestro país.

Al frente del reparto de la serie La casa de las flores tenemos a Verónica Castro, lo que es toda una declaración de intenciones: es considerada una de las estrellas de la televisión por toda Latinoamérica gracias a sus papeles en telenovelas como Los ricos también lloran o Rosa salvaje. Esta vez, según afirmaba la propia actriz en entrevistas previas al estreno, nos encontraremos con un personaje que, como la propia serie, dará una vuelta de tuerca a las convenciones del género.

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Ella es Virginia de la Mora, la matriarca de una familia entregada a la empresa de flores que los ha llevado a la popularidad absoluta. Junto a sus hijos Paulina (Cecilia Suárez), Elena (Aislinn Derbez) y Julián (Darío Yazbek Bernal), y su marido Ernesto (Arturo Ríos), nos adentraremos en los secretos más oscuros de la familia y su negocio que servirán de recipiente para lanzar una feroz crítica a la sociedad y sus valores.

La casa de los secretos y las traiciones

Todos hemos visto en algún momento de nuestras vidas —queramos confesarlo o no— el típico culebrón de media tarde, y todos sabríamos reconocer uno tan pronto como escuchemos una línea de diálogo, nos absorban con un primer plano hiperdramático o nos envuelva esa música estridente acompañada de una mirada rebosante de emociones.

¿La fórmula de su éxito? Construir empatía hacia sus personajes a través de la exageración dramática; el universo en el que transcurra es lo de menos. Nadie reconoce verlos, pero una vez han caído en el lazo son incapaces de soltar la pantalla hasta llegar a un clímax que siempre se repite: los buenos ganan. Y cuantas más desgracias sufran los protagonistas, mejor.

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Echando mano del melodrama clásico y las influencias del culebrón veraniego, la nueva serie mexicana de Netflix florece con la exposición de sentimientos exaltados, de secretos, traiciones y ambiciones personales que terminan colisionando en el seno de una familia de bien para enfrentar vigorosamente a todos sus personajes y forzarlos a una evolución tan necesaria como la de la sociedad a la que refleja, pero lo hace renovando fórmulas ya conocidas. Manolo Caro suelta el lastre de los excesos narrativos ofreciendo una intensidad contenida mediante la comedia negra y la normalización de la trama.

La factura es inequívocamente superior a la media. Sus intentos de modernización también se plasman en la plasticidad visual que demuestra la fotografía de Pedro Gómez Millán, alejada de los decorados arcaicos y las composiciones sin interés de sus predecesores, demostrando que también hay hueco para los pequeños detalles y la corrección técnica en el género.

La casa de las flores arranca simulando cierta timidez, pero su mensaje es atípicamente subversivo y poderoso. En su primera temporada hay toda una oda pro-LGTBIQ; un mensaje que su creador siempre ha perseguido en su trayectoria. Pretende ser el espejo en el que se mire una sociedad que todavía utiliza eufemismos para enmascarar la homofobia, y lo hace sin alardes dramáticos ni tratando de llamar la atención. Una vez más, se distancia de la exaltación de la telenovela para ofrecer un discurso fresco que Netflix sigue prodigando en su plataforma.

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Si bien podemos marcar positivamente el objetivo de convertirse en un soplo de aire fresco a las manidas fórmulas de la telenovela, no podemos hacer lo propio con su solidez como producto globalizado. Es una serie destinada al público patrio y ofrece una realidad que, si bien podemos extrapolar a la nuestra, no arrastra motivos suficientes como para resonar entre el gran público.

La eficacia del humor negro sobre el que hace alarde es escasa y sus protagonistas tampoco alcanzan el carisma necesario como para que nos sintamos parte de su historia. Más allá de la corrección de sus interpretaciones, no hay ningún despunte destacable y, de haberlo, tendríamos que pararnos a estudiar las razones por las que el personaje de Cecilia Suárez arrastra cada diálogo hasta sacarnos de la serie.

Las razones de la llegada de La casa de las flores son evidentes: con más de 125 millones de suscriptores, el catálogo de Netflix está obligado a ser todo lo ambicioso que sea posible. El nicho al que va dirigida la producción mexicana disfrutará de una serie con un notable acabado técnico y una historia ligera alejada de las enrevesadas narraciones del género. También tendrá que lidiar con capítulos en los que decae estrepitosamente el ritmo y el humor está de capa caída, pero tiene suficiente capacidad para cumplir entre aquellos que saben del producto al que van a dar al «play».