Las personas normales se preguntan hasta dónde han llegado en la
vida; los frikis nos preguntamos hasta dónde hemos llegado
en Donkey Kong. Y no el minijuego de Nintendo Land (que tampoco es
facilito precisamente), sino el clásico de 1981 que revolucionó las
salas recreativas, catapultó a Nintendo a la cima del éxito
occidental y llevó a Miyamoto a ser quien es, convirtiendo a
su pixelado Jumpman en el personaje virtual más
reconocido de todos los tiempos: Mario, por si nos lee algún
extraterrestre.
Mientras que el humano medio jamás ha logrado traspasar la frontera
de la primera pantalla, el medio humano que abre este fascinante
documental no sólo ha alcanzado la legendaria "kill screen" (un bug
creado por los programadores para evitar partidas infinitas), sino
que ha sido capaz de mantener su
récord
mundial imbatido
durante 23 años... hasta que un humilde padre de familia se atrevió
a intentar superar sus 874,300 puntos. Ni a los jugadores del
Madrid les han quitado tantos del carné.
El mejor largometraje de nuestro especial Cine para gamers (con permiso de Matrix), fue originalmente concebido como un documental sobre alta competición entre jugones profesionales, pero cuando el director Seth Gordon (Cómo acabar con tu jefe) conoció el pique que se traían los reyes de Donkey Kong, decidió convertirlos en protagonistas de esta rivalidad de proporciones bíblicas a la altura de David y Goliat, con todos los ingredientes de un western moderno (de ahí el subtítulo Por un Puñado de Monedas) que cambia revólveres y saloons por joysticks y salas arcade. Pero todo aspirante al trono del reconocimiento debe destronar al rey vigente... ¿Y qué pasa cuando un perdedor que quiere ganar desafía a un ganador que se niega a perder?
Videojuego de Tronos
Se desata así una lucha épica entre dos titanes tan antagónicos e irreconciliables como Ned Stark y Jaime Lannister, Aquiles y Héctor, Link y Ganon, Toni Cantó y Twitter... A un lado del ring, con corbata de yanki ultrapatriota, aspecto de Walker Texas Ranger y el ego más subido que el billete de metro, presentamos al inefable Billy Mitchell, un fantoche megalómano con ínfulas mesiánicas retroalimentadas por una corte de pelotas que lo veneran como Pikmins a su líder. Dueño de una famosa cadena de restaurantes, Mitchell es probablemente el personaje real más fascinante, odioso, ridículo y magnético jamás captado por una videocámara. De hecho, cuesta determinar hasta qué punto está representando un papel, aunque según ha declarado el director, es aún peor de lo que se muestra en pantalla.
Para que os hagáis una ligera idea, hablamos de un tipo capaz de
pronunciar frases como: "Quizá debería intentar perder algún día",
"Steve es la persona que es hoy porque sufrió la ira de Billy
Mitchell" o "No importa lo que
diga, siempre suscito polémica. Soy como el aborto". Y lo peor es
que de verdad se cree lo que dice, pero es que encima tiene motivos
para hacerlo: no sólo logró el récord mundial en DK, sino también
en Donkey kong Jr. Centipede, BurgerTime y
Pac-Man, donde obtuvo la primera puntuación
perfecta.
Y al otro lado del ring tenemos a Steve Wiebe, un profesor
de secundaria, ex empleado de Boeing, pianista, deportista, pero
sobre todo, un tío humilde con una familia envidiable, atormentado
por la idea de no haber llegado a ser el número uno en nada, hasta
que un buen día decide instalar una máquina de Donkey Kong
en su garaje y empezar a practicar día y noche para superar el
récord del Mitchell, aunque para ello tenga que poner a prueba la
paciencia de su familia. Sin embargo, los peores barriles que
deberá sortear no vienen del gorila de 8 bits, sino del entorno de
su archienemigo, que hará todo lo posible por impugnar su
puntuación.
Los hombres que venían del mono
Y
aquí es donde entra en escena Walter Day, el árbitro de
Twin
Galaxies, la asociación encargada de registrar los records
oficiales de todo el mundo, que lejos de aportar un toque cabal a
la pugna, resulta ser el más grillado de todos. Un señor que ha
dedicado su vida al arbitraje de torneos entre
jugones y que deberá
decantarse entre su veneración por Mitchell y la honestidad
manifiesta de Wiebe.
De hecho, Walter parece el predicador de una iglesia de la Cienciología con su "Dios Mitchell" como motor del negocio, por lo que todo aquel forastero que ose derribar el mito será visto con recelo y sometido a toda clase de osbtáculos para impedir su noble objetivo. Y es entonces cuando asistimos a un impagable desfile de frikis como Mark Alpiger, un chaval que juega al Marble Madness con el pie, una anciana que lucha por su récord en Q-Bert o un tío que se pasa las horas del día comprobando gamepleys ajenos y que, por supuesto, nunca tendrá novia.
Junto a la inmejorable materia prima que conforma el plantel de
personajes, la otra parte del mérito recae en el fantástico
montaje, que condensa 300 horas de material
en 80 minutos de puro frenesí lúdico. La
presentación de los personajes es impecable; al son de "In the hall
of the Mountain King (of Kong)" de Edvard Grieg, en sólo
diez minutos Gordon ya ha sido capaz de esbozar un retrato
impecable de la personalidad de los protagonistas y, sin apenas
darnos cuenta, ya estamos metidos hasta el fondo en la historia. A
partir de aquí nos olvidamos del carácter documental del film para
vernos inmersos en una película de superhéroes donde entran en
juego la obsesión, la mezquindad, la soberbia, el drama y la
comedia con un ritmo tan ágil como las manos de sus
protagonistas.
La modesta factura técnica dota de mayor credibilidad al documental, algo especialmente meritorio cuando el propio director reconoce haber novelado ciertos hechos en pos del espectáculo. Así pues, en la vida real, Mitchell y Wiebe no se llevan tan mal como se da a entender, y se obvia la participación de un tercer candiato que no se menciona en toda la película. En este sentido, el tratamiento de personajes puede pecar de maniqueo, ya que los dos entornos están tan claramente definidos que nadie en su sano juicio puede empatizar con Mitchell, al que parece no importarle quedar como un auténtico douchebag.
Licencias cinematográficas aparte, The King of Kong es un
ejemplo colosal de cómo partir de un material tan aparentemente
banal y anecdótico como un videojuego, se puede construir un
documental intachable sobre el afán de superación y los límites que
algunos hombres están dispuestos a rebasar con tal de mantener
su ego en el primer puesto de un ránking. Un fascinante
estudio sobre la ambición, la ruindad de los mediocres y el
sectarismo que rodea a todos esos ídolos de barro de la sociedad
moderna que nos invita a reflexionar sobre la utilidad de convertir
cualquier afición en una enfermiza competición por ser "el mejor"
como única meta existencial. Certero dardo a ese obsesivo sueño
americano transformado en pesadilla que tan tristemente define a la
cultura audiovisual en con la que nos han hecho crecer.
Y todo para que unos años más tarde venga un chino llamado Hank Chien y logre batir el récord de ambos púgiles... Una lucha eterna entre barriles y escaleras que se prolongará sine die hasta que alguno de estos reyes del tiempo libre pruebe a cambiar de juego. Cuando eso ocurra, que el "dios" Mitchell nos pille confesados.