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Una tarea imposible: seguir todas las series, películas y videojuegos que lanzan, ¿estamos saturados?

Plataformas streaming

La enorme cantidad de estrenos de cine, series de televisión y lanzamientos de videojuegos han sobresaturado tanto el mercado que el ocio se ha convertido prácticamente en una obligación.

Cuando era pequeño, solía despertarme los fines de semana a eso de las seis y media o siete de la mañana. Ahora, con el paso de los años y el acumulamiento de responsabilidad, lo veo algo normal. Incluso me parecería muy poco el madrugón, acostumbrado a ese omnipresente dolor de espaldas, el pitido en los oídos y la ansiedad en el pecho.

Pero, por aquel entonces, era bastante pronto. Para haceros una idea: mi hermano le quitaba la costra a sus pestañas cuatro o cinco horas después. Sin embargo, yo no podía evitarlo. No porque ya sufriera problemas de insomnio, sino porque me encantaba el ritual de los sábados y los domingos: sofá, televisión y dibujos animados.

Recuerdo que el sofá estaba muy pegado a la puerta del comedor. Aunque apenas tendría unos ocho o nueve años, cuando me tumbaba, mis pies tocaban la madera de la puerta. Los movía delicada y cuidadosamente, para no hacer ningún ruido, y así me refugiaba en mi soledad sin despertar a nadie. Mi madre solía aguarme la fiesta. No le gustaban los dibujos.

Oliver y Benji - Tráiler de la nueva serie de 2018
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Pasaba lo que yo creía que eran horas (años después, me di cuenta de que apenas eran 40 minutos) viendo Oliver y Benji. Ahora lo llaman Campeones o Capitán Tsubasa, pero en aquella época todo el mundo le decía Oliver y Benji. Creo que ahora nos hemos vuelto demasiado tiquismiquis con las formas. A todo hay que sacarle punta.

Si mi madre se despertaba un poco más tarde de lo habitual o decidía ir a por churros, extendía mi reinado animado uno o dos episodios más. Después, se me acababa el chollo. Afortunadamente, como diría Manolo García, “siempre hay un alba en la que despertar”. A la mañana siguiente volvería a disfrutar de ese ratito. Eso me hacía feliz.

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Si quieres disfrutar una velada cinéfila con tu pareja bien subidita de tono, entonces presta atención a nuestra siguiente lista.

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Ahora, en pleno 2023, podría pasar horas y horas viendo dibujos animados, o cualquier otra cosa que pueda hacerme sentir especial, como entonces. Pero no lo hago. Y no porque no quiera, sino porque no puedo, porque no dejan. La vida no me da la oportunidad de pararme a disfrutar.

La vorágine de la cultura popular nos ha fagocitado

Es triste, pero también cierto. Solo necesitamos abrir JustWatch o FilmAffinity para comprobar que la lista de estrenos de hoy, solo de hoy, roza el límite de lo absurdo. Necesitaríamos varios meses para ver todo lo que se estrena en una sola jornada y un par de semanas para disfrutar de todo aquello que nos ha llamado la atención.

Si le sumamos a los estrenos televisivos de las plataformas streaming el lanzamiento de videojuegos, las novedades editoriales de libros, cómics y manga, los estrenos cinematográficos, el último vídeo de nuestro youtuber favorito, el directo de ese famoso streamer programado para las 21:00 horas y la publicación de Instagram que no hiciste sobre tu último viaje...

Nos volveríamos completamente locos.

The Last of Us Parte 2

¿Qué demonios nos está pasando? A lo largo del día, vemos varias series de televisión o películas, jugamos a un par de videojuegos y consumimos horas y horas de contenido de ocio, entretenimiento y divulgación. Pero durante todo ese tiempo pensamos más en lo que no estamos viendo que en lo que vemos, en lo que dejamos de hacer… por hacer cosas.

Estamos saturados. No, saturados no. Sobresaturados. No podemos abarcarlo todo. Si enciendo la televisión, tengo seis plataformas streaming esperando a que decida qué ver hoy; si enciendo la consola, resulta que han actualizado la lista de videojuegos gratis con mi suscripción premium, y si desbloqueo el móvil, me encuentro con más de 100 notificaciones.

No podemos más. No podemos ver, ni disfrutar, ni jugar, ni observar, ni pensar, ni reflexionar, ni absolutamente nada. Y, lo peor de todo, no podemos detenerlo. No podemos parar esta vorágine de cultura popular que nos ha fagocitado y nos está convirtiendo en personas cada vez más infelices y más autoconsciente de nuestra infelicidad.

¿Dónde está ese niño al que no le importaba que su ratito de felicidad, su consumo de ocio y entretenimiento, se diluyera? ¿Dónde ha quedado ese niño que no miraba el reloj? Le hemos entregado a la sociedad de consumo lo único que aún nos pertenecía, y lo que ha quedado de nosotros es una vaga sombra de lo que pudimos llegar a ser.

Los profesionales lo han llamado síndrome FOMO. Son las siglas de “Fear Of Missing Out”; en castellano, “miedo a perderse algo”. Dicen que es una patología psicológica descrita como “una aprensión generalizada de que otros podrían estar teniendo experiencias gratificantes de las cuales uno está ausente”. Aterrador, ¿verdad? Y se está extendiendo.

Videojuegos que ya no podrás volver a jugar nunca más

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Los siguientes videojuegos ya han dejado de estar disponibles tal y como los conociste en su día, y es imposible volver a jugarlos en tu PC o consolas.

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Puede parecer una muerte en vida, pero lo cierto es que no deja de ser otra expresión de la ansiedad. “Es un deseo de estar continuamente conectado con lo que otros están haciendo”. Esta frase es lo que ha conducido a los expertos a describir el FOMO como una ansiedad social. Pero, desde mi punto de vista, aquí estamos delante de una ansiedad generacional.

Un problema generacional que ya no tiene solución

Mi generación ha tocado fondo por culpa de la globalización y la hiperdigitalización. Tenemos el mundo en nuestras manos y ya ni necesitamos una contraseña para desbloquearlo, basta con una cámara frontal y una prueba de reconocimiento facial. Y, aunque tenemos el mundo en nuestras manos, así es como lo hemos terminado perdiendo.

Vivimos a una velocidad que da vértigo. Lo primero que hago ahora al despertar es encender el móvil y revisar las notificaciones. Mi cafetera italiana es una espresso, de las de bar y golpe seco al portafiltros, y hace un ruido como de vieja locomotora. Pero ni siquiera la escucho.

El silbido se diluye por la vibración de mis dedos sobre las teclas. Estoy escribiendo un tuit de “buenos días”, aunque ahora ya no se llama tuit. Desde la aparición de Elon Musk, ahora se llama post. Nosotros seguiremos llamándolo tuit.

No solo porque seamos animales de costumbres, sino porque es la reivindicación de los que nunca tendrán la posibilidad de cambiar un nombre ni decidir su destino.

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He puesto el último podcast de Fernando Díaz Villanueva. Suena de fondo. Está hablando sobre la obsesión con medir y pesar las cosas. Por lo visto, es una condición natural al ser humano. Parece interesante, pero me he perdido. La voz de Fernando se funde con el ruido de la cafetera y el paso de mis dedos por el teclado. No sé ni lo que estoy haciendo.

Mi mujer me da un beso y se despide, y yo sigo revisando las novedades del día. Hablan de política y de la guerra, claro. ¿De qué iban a hablar, si no? Tal vez nos hemos quedado congelados en el tiempo y todavía seguimos en el mismo lugar al que llamamos pasado. Tal vez, en el fondo, el futuro solo es una extensión del presente.

Hoy tenía ganas de escribir. En el fondo, siempre tengo ganas de escribir. Siento que es la única manera de poder hablar de verdad, como si las palabras que pronuncio en voz alta fueran tan equívocas como mis anhelos. Pero hoy tenía unas ganas de escribir sinceras, no autoimpuestas.

A veces, los que soñamos con ganarnos la vida juntando letras (incluso los que ya lo hacen) escribimos por inercia, como si dejar de hacerlo fuera una especie de sacrilegio o de traición, una herejía pagana en esta peregrinación literario por la que creemos transitar.

Decía Javier Marías que quien se acostumbra a vivir en la espera nunca consiente del todo su término, como si le quitaran la mitad del aire. Mi generación no sabe lo que es esperar porque nunca le han enseñado a respirar. Nos hemos convertido en una agenda humana.

Siempre vamos con el tiempo justo porque creemos que es el tiempo lo que nos falta. No porque nuestras jornadas de trabajo sean extenuantes, porque nuestro porvenir se pueda escribir en el reverso de una cajetilla de tabaco o porque el único aliciente que tenemos son las maratones de Netflix los fines de semana y amedrentar al prójimo en redes sociales. Que también.

Nos falta el tiempo porque todavía no hemos sabido comprenderlo. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste el ejercicio de los cinco sentidos? Deja un momento de leer este texto y dime: ¿qué estás viendo, qué hueles, qué escuchas, qué desprende tu tacto, qué sabor tienes en la boca en estos momentos?

En nuestra imperiosa necesidad de tenerlo todo controlado hemos perdido el control; en nuestra homogénea voluntad de disfrutar la vida en toda su plenitud hemos dejado de hacerlo. Quizás el daño ya sea irreversible.

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O quizás todavía nos queda una oportunidad. La oportunidad de no pensar en cada acto como una fórmula matemática que da un resultado único e inamovible. La oportunidad de dejar de mirar el tiempo con los ojos para sentirlo con el corazón.

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