Está siendo el 50 aniversario del golpe de Estado que acabó con la vida de Salvador Allende y se tradujo en la dictadura de Augusto Pinochet. Por tanto, no es casual que el chileno Pablo Larraín haya vuelto a retratar la realidad política de su país, aunque esta vez desde una posición que puede desubicar a sus seguidores.

Pablo Larraín tiene una sólida carrera en la que destacan su milimétrica realización y la profundidad de los temas que trata. No, El club, Jackie, Spencer, Ema... Ninguna de estas películas se puede considerar superficial. Por eso, que haya apostado por una comedia negrísima como El Conde sorprende tanto.

El Conde se vende fácil. Basta con decir que Augusto Pinochet siempre ha sido un vampiro y que la historia trata, en principio, de cómo la familia se intenta repartir sus riquezas una vez este ha simulado su muerte.

Por eso, se van a la mansión de una isla casi desértica e invitan a una monja para que descubra en los archivos cuántas propiedades y dinero acapararon entre él y su mujer, quien está deseando ser transformada en vampira tanto como cierto personaje de Lo que hacemos en las sombras.

Pero hay dos puntos en la película que pueden generar confusión en espectadores que se queden en la lectura más superficial. Por un lado, usa la comedia, pero se toma muy en serio cada palabra y opta por un guion sobrio y muy trabajado, tanto que se llevó el Premio al mejor guion hace unos días en El festival de Venecia.

El segundo aspecto es que Larraín sigue siendo purista a nivel visual y El Conde ha sido rodada en un sobrio blanco y negro que es tan desolador como bello. Porque hay que librarse de prejuicios, esta comedia negra es una obra mayor.

El Conde salta al vacío y le sale bien

La película cuenta con las acertadas interpretaciones de Jaime Vadell, como Pinochet, y Paula Luchsinger, como monja malévola, quienes saben darle a sus personajes dobles lecturas en un guion que no se somete a ninguna regla. Es más, no quiere respetar nada.

Personalmente, viendo El Conde pensé en la temeridad que existe en los planteamientos irrespetuosos a todos los niveles con Pinochet y sus allegados. Es muy difícil lo que intenta, y por eso sorprende que le salga bien.

Durante los 110 minutos que dura no hay ninguna caída de ritmo; es más, es un continuo in crescendo hasta los minutos finales en los que aparece otro personaje que articula por completo el mensaje de la película. Aunque omitiré quién es para no arruinársela al lector.

Larraín sigue siendo un director que incluso en una producción de Netflix, con todo lo que eso conlleva, no es para todos los públicos y habrá quien no acabe por pillar el tono a la película, pero hay que darle una oportunidad. Pocas veces nos encontramos con largometrajes a los que es difícil encontrar similitudes con otros.

También merece la pena subrayar que incluso aquí hay un par de momentos de gran belleza visual, casi poesía, en los que muchos espectadores lamentarán no estar en una sala de cine para disfrutarlas en toda su grandiosidad.

El Conde es una de las películas más peculiares en lo que llevamos de año, una sorprendente apuesta por parte de Pablo Larraín, quien lejos de flaquear o mostrarse dubitativo, es contundente con una historia que hará como mínimo sonreír a los que sean capaces de entrar en ella.